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Gotas, agua, sudor… Bravos de León

20 de Julio

Siento una gota de agua caer en mi mano donde recibí mi cambio del camión. De manera incrédula, levanto la cara para ver si cayó del cielo cuando, claramente, estamos en un lugar cerrado. Fue una gota de sudor del conductor lo que me cayó en la muñeca…aquel conductor sin cabello con un bigote bastante recortado que, tiempo después, detuvo el recorrido para pedir unos chocolates con fresa en una dulcería. 

Después de quedarse satisfecho con su petición, la ruta se reanudó y sin contratiempos llegué a la peculiar Base Delta. Corría con tiempo. El partido era a las siete con treinta minutos de la noche, y yo, a las seis de la tarde con diez minutos, ya estaba esperando el camión que me llevaría al Estadio Domingo Santana para presenciar algo más que un juego de béisbol. 

En mis oídos sonaba “I Can’t Go For That”, aquella canción del dueto Daryl Hall y John Oates que tanto causó furor en los años 80, cuando la ruta azul X-62 abrió sus puertas y, un aproximado de seis personas, decidimos subir los cinco escaloncitos del camión para entrar en él. 

Durante todo un trayecto de aproximadamente 35 minutos, vi un sinfín de carros por doquier y, conforme fue avanzando la ruta, el camión se fue llenando y llenando, pero entre todo este gentío que abarrotó el camión y las ruedas que ocuparon el asfalto, no observé ninguna prenda de ropa que hiciera alusión a los Bravos de León. Ni un esbozo de ella, algo que me sorprendió, pues el equipo estaba por jugar en cuestión de minutos y parecía ser un día cualquiera en la ciudad. 

Todo esto cambió en los alrededores de la Unidad Deportiva Coecillo, lugar donde se encuentra ubicado el recinto donde el equipo leonés disputa todos sus partidos de local. 

Luego de caminar un largo tramo por diez minutos, a las siete de la noche con cinco minutos, ya estaba pisando las taquillas del estadio cuando, a escasos metros de entrar oficialmente al estadio, me sorprendió una camioneta negra que, al detenerse por completo a las afueras del recinto, una joven descendió de la parte trasera con un collarín cervical que alargaba unos segundos los movimientos rutinarios que hacemos en la vida cotidiana: pisar el suelo con los pies y bajar por completo del automóvil. 

Lo que me sorprendió no fue solamente su plausible voluntad sino el amor por el equipo que demostró simplemente por su vestimenta: una playera negra con las letras de “Esquina Brava” totalmente en dorado. Con eso, a simple vista, me demostró muchísimo sobre su lealtad al equipo.

—¡Cubrebocas, cubrebocas! ¡Lleve su cubrebocas de los Bravooooos! — y así, en cuestión de segundos, mi observación en aquella joven se perdió por completo y fijé mi mirada en aquel vendedor con canas providenciales que ofrecía cubrebocas. Después de algunos segundos, regresé a todo mi alrededor y me encontré con una multitud que clamaba por sus boletos al pararse a esperar su turno para comprar los pases que le dieran el ingreso al estadio y poder disfrutar del partido. 

Al entrar no presenté problema alguno y, una vez estando en la explanada, pude observar a varios niños tan contentos de pisar el recinto que corrían por todos lados buscando saciar toda esa energía que, de una u otra forma, tiene que potenciarse. 

Bebés, niños, adolescentes, adultos y ancianos. Toda clase de personas se dieron cita en la apodada “La Fortaleza” para ver béisbol, sin importar el presente deportivo del equipo. 

Faltaban escasos tres minutos para que diera inicio el juego cuando me encontraba parado afuera del acceso número dos y, de pronto, algo me llamó poderosamente la atención: dos amigos con cuatro cervezas cada uno, aprovechando una promoción llamada “La Hora Feliz” donde dos vasos de esta bebida son ofrecidos al precio de uno. 

—Eh, eh, eh, soy inversionista del equipo—me respondió de forma bromista un joven güero, alto, con barba de ‘borrego’, con una gorra echada para atrás y puesto el jersey de Bravos, cuando le pregunté sobre el resultado del juego. 

—Ya, compadre, ¿qué cuántos quedan hoy? —respondió el amigo de manera bromista con la misma estatura, barba más poblada, con cabello corto y también la playera del equipo. 

—Yo digo que perdemos 6-3, sí, la neta, la neta, no traemos equipo compadre—. 

—Mira carnal, la neta yo pienso el mismo marcador, pero a favor de nosotros— comentó entre risas. 

Para no retrasarlos más, les agradecí por la respuesta… y el ofrecimiento de cerveza, algo que tuve que rechazar por muy obvias razones. 

Me recorrí algunos metros y dejé atrás el acceso número dos para adentrarme al tres, pasando por un puesto de hamburguesas, uno donde solamente venden “Snacks” y uno último donde se vende el ya acuñado “Monster Dog”. 

—Ya no hay lugar, ¿verdad hermano? — pregunté al llegar a la pequeña zona de prensa que ya estaba llena con cinco personas.

—Chale amigo, no, pero mira te puedes sentar aquí abajito en las gradas— me respondió el reportero Rodrigo Velázquez mientras metía la mano a un botecito lleno de palomitas. 

Una vez sentado en una butaca totalmente azul, en lo más arriba del inmueble, a mi lado me pareció bastante interesante la actitud de un pequeño aficionado a los Bravos de León. No importa qué sucedía en el juego, el siempre saltaba, aplaudía y gritaba en apoyo a su equipo sin importarle la opinión a su alrededor. 

La mejor postal ocurrió en el inicio del juego, aproximadamente en la segunda entrada del cotejo, cuando la mascota del equipo llamada “BravoLeón”, hizo acto de presencia para desatar la algarabía de un estadio que ya estaba totalmente repleto. 

A mi lado, el niño de aproximadamente seis años estaba completamente extasiado enseñándole el peluche de la mascota que tenía en sus brazos a su mamá, y saltando y gritando decía: “¡Mira, mira, mira! ¡Es él, es él, es él!”. 

El momento de exaltación duró, a lo mucho, dos minutos, pero tomaron un tinte diferente al incrementar su intensidad por la marcación del Umpire, aquel que podemos catalogar como árbitro en el béisbol y da su juicio sobre las bolas y los strikes. 

“¡Marca bien ampayita!” “¡Hijo de tu p…, aprende a marcar bien!”. Estos fueron los gritos de varios aficionados quienes, a su juicio, estaban perjudicando a su equipo con las marcaciones a la hora de batear. 

Los vendedores de cerveza, agua, refrescos, papitas, dulces y artefactos para apoyar al equipo no dejaban de recorrer los pasillos del estadio buscando consumidores en cualquiera de las gradas ocupadas. 

Incluso, realizando métodos poco convencionales, pero muy necesarios para ejercer su trabajo, un vendedor alto, fornido y con una cachucha, tenía un bulto de papel enorme en su hombro derecho para erradicar más dolor al ponerse la tabla en los que llevaba toda clase de dulces y seguir con la rutina de seguir vendiendo. 

Tras varios minutos de escuchar y ver un poco de lo cotidiano en cualquier juego de béisbol en León, Guanajuato, decidí regresar a la explanada para buscar algo más que bates, bolas, cascos y arreos. 

Al abandonar las gradas y bajar los escalones del acceso, me encontré con algo bastante peculiar: un humo desgastante para el olfato esparciéndose en el aire y cigarros entrando y saliendo de la boca de dos mujeres que, quizás de manera inconsciente, crearon un área de humo ante la restricción en las gradas del estadio. 

—Mira amigo la verdad es que nosotras venimos al estadio a gritarle a los jugadores—risas a carcajadas—pero la verdad es que siempre estamos aquí

diario, sin importar cómo vayan— me respondió sobre su asistencia al estadio Bárbara Figueroa, una fiel aficionada al equipo que, en el intervalo de la risa, no dudó en darle una probada a su cigarro. 

—Mira nosotras aquí estamos para desestresarnos porque vamos saliendo del trabajo y ¡ash! — mencionó Jimena Ramírez al fumar su cigarro por un momento y, cuando sacaba al aire el humo, entre tanto y tanto prosiguió—les falta actitud, pero para eso nosotras estamos aquí, para ver si se contagian un poco— y, así sin más, la carcajada se hizo presente entre las dos amigas beisboleras. 

Cómo sucedió en el mismo lugar, pero algo más temprano, agradecí otro ofrecimiento ahora de un cigarro que terminé rechazando. 

Entre tanto humo y colillas apagadas sobre un inmenso bote de basura, el ambiente se vio embellecido por unas luces pequeñas que se encargan de darle un alumbramiento especial a la explanada del estadio cuando el público se encuentra esperando por comprar en algunos de los gustos que existen en el estadio como hamburguesas, snacks, Monster Dogs, quesadillas, burritos, tacos y un sinfín de comida en el lugar. 

Parejas abrazándose; amigos platicando y haciéndose bromas entre ellos; padres abrazando a sus hijos; niños corriendo por toda la explanada…son algunas de las muchas cosas que uno puede observar en el desarrollo del partido, pero fuera de las gradas en específico, donde el campo apodado “diamante” por la forma que ostenta, pasa a segundo plano. 

Las horas pasan y de pronto faltan solamente treinta minutos para que sean las diez de la noche en punto. Al regresar, las gradas del estadio son una completa algarabía. No importa si el equipo va perdiendo, el ambiente en cada butaca es ensordecedor y se vive todo un espectáculo que puede llegar a dejarte aturdido por unos instantes. 

Y así, en medio de una bulla incesante durante los últimos cinco minutos del partido donde cayeron los últimos outs, la fiesta se diluyó al momento de que las butacas, poco a poco, se fueron quedando vacías. 

En el regreso a casa llegué sin más contratiempos y me dispuse a hacer lo rutinario: quitarme mis tenis, después los calcetines y acostarme por un buen rato en lo que la flojera por subir las escaleras para bañarme se diluía por completo. 

Recordando todas las postales que observé en toda la tarde en el estadio de béisbol, puse mi brazo entero sobre mi frente reflexionando y comenzando a planificar la nota sobre tantas cosas 

Fueron varios minutos de detenimiento en los que mi cuerpo se relajó por completo y, cual efecto dominó cualquiera, caí en un profundo sueño de, al menos, treinta minutos.

Cuando me desperté, el reloj de la sala marcaba las once de la noche con cuarenta y tres minutos. Me paré sin pensarlo y, a la hora de revisar mi muñeca, siento como una gota de agua cae sobre aquella parte de mi cuerpo. Incrédulo, levanto la mirada al cielo para ver si cayó de allí, cuando, claramente, estaba en un lugar cerrado. Fue una gota de sudor que cayó de mi propia frente. 

Bastante cotidiano, ¿no? 

 

Gotas, agua, sudor… Bravos de León. 

 

Texto por: Gabriel Márquez, estudiante de la carrera de Comunicación y  Periodismo Digital.

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